Que el Gran Genoma nos bendiga a todos

Cena-navideñaA la nenita, Violeta, de unos seis o siete años, se la habría confundido fácilmente con aquélla del abriguito rojo que salía en una película muy, muy antigua, que algunos se empeñaron en catalogar como clásico, pero que la mayoría de vosotros no habréis visto. Y sólo por el color de su abrigo. En cuanto a su madre, que tiraba de ella entre los maravillados viandantes, las orquídeas, los cristales Swarovski, espumillón y guirnaldas y un sinfín de precoces decoraciones de Beldad—pues habían asomado sus naricitas respingonas toda clase de tallas a principios de noviembre— ésta habría podido confundirse con cualquiera de nuestras bellas, cívicas, ejemplares ciudadanas.

—Mamá, ¿qué es un podre?

—¿Un podre?… Hum… No sé, hija. ¿Qué es un podre? Sigue leyendo

Charla motivacional navideña a los empleados de Muchinacional, S.A.

Hendrix—Buenas tardes a todos. Me llamo Jesús, como ya sabéis todos los que hayáis leído la convocatoria y el cartelito de la entrada…— se oyen risitas entre los asistentes. —Ante todo, me gustaría agradeceros vuestra presencia; me parece admirable que vosotros, después de toda la jornada de trabajo, que estaréis deseando llegar a vuestras casas o que, casi con toda probabilidad, tenéis planes más atractivos para la tarde de un viernes, como, por ejemplo, ir a ver El Hobbit… qué genio el Jackson, ¿eh?… —murmullos de Sigue leyendo

La navidad de los niños buenos

Qué poca lucidez, ¿no? Me refiero a la de esas personas que parecen escoger tal o cual fecha para sentirse deprimidos. Y cuánta originalidad al deprimirse por Navidad, ¿no?

A mí me da igual la época del año. Lo que mal empieza mal termina y eso se puede aplicar al año entero, al lustro, a una década, a una vida. Bueno, eso si te da por ahí, por amargarte. Sigue leyendo

Secret Santa

Me encantan las fiestas de Navidad de empresa. Sé que soy un caso extraño y que la mayoría de la gente las detesta. Pero creo que se debe a que nunca han visto a la mujer del jefe subida encima de una mesa, bailando, balanceando sus 30 kilos de sobrepeso para el deleite de infravalorados trabajadores que comenzarán a tener en cuenta este extra navideño desde el momento en que ella amenaza con quitarse el sujetador allí mismo, delante de todos los presentes de ojos acuosos, llenos de alcohol, hasta que por fin logra sacarlo, tras forcejear con los corchetes (seis o siete pues ha de tratarse de un Cruzado Mágico con estómago o, directamente, de una faja; no me extraña que a la mujer le moleste), tirando de él por debajo de una manga y después la otra hasta que por fin sale el maldito opresor de masas textil. Entonces lo alza en el aire y le da vueltas hasta que aterriza, a propósito, o accidentalmente si se le escapa a ella de la mano, en la cara del único empleado gay (tal vez el único que salió del armario) que frunce el entrecejo, cierra las fosas nasales sin usar los dedos esperando pacientemente a que mi jefe, el marido de la estrella invitada, esta bailarina exótica-espontánea, venga a rescatarlo.

Él sí se lo acerca a la nariz voluntariamente, gritando Uh, nena, cómo me pones… Me pones a mil.

Además, celebraremos el Secret Santa. Este año lo he organizado yo.

Fui buscando y convenciendo a cada uno de los 30 participantes: sólo 10 euros y es muy divertido.

La recepcionista no; escapó a mis argumentos al preguntar:

—Si mi Secret Santa me odia y me regala algo horrible, ¿qué?

—No sé… No creo, ¿no? Además, ¿qué es algo horrible?

—No sé. Un zurullo de coña; o de verdad. O un bicho muerto o algo así.

Prefiero que la recepcionista no participe. Yo tengo que guardar los regalos hasta que se entreguen a sus destinatarios y no quiero velar zurullos ni bichos muertos.

Estas Navidades oferta especial

Cuando Ramón observa su muñeca y descubre que son casi las siete de la tarde, se quita el reloj; es hora de prepararse para ir a trabajar. Su mujer, Felisa, refunfuña un poco; había estado sentada en el sofá con él hasta ese momento, su cabeza cómodamente instalada en esa almohada que se formó entre sus clavículas y  pecho desde que sobrepasó los cuarenta.

—No entiendo por qué sigues este horario. Los chicos están a punto de llegar a casa. Podríamos cenar todos juntos… No lo entiendo.

—Felisa, no seas así. Las facturas no se pagan solas y este es el mejor momento del día.

—¿Te vas a afeitar?

—No.

—No me parece que la barba te siente bien.

Ramón se rasca la barba en un gesto que denota pereza y abandono. Piensa un poco, casi parece distraído, antes de contestar:

—Ya… También lo hemos hablado, Felisa. No sé, me sigue pareciendo que es la opción ideal para la estación. Si no recuerdo mal, resolvimos que entre marzo y septiembre el público parece inclinarse por  los afeitados apurados y el pelo húmedo y muy bien peinado además del pase temprano de las ocho o nueve de la mañana, y que durante el resto del año buscan otro estilo más dramático y contundente y que se muestran más perceptivos durante las funciones de la tarde.

—Bueno, eso más bien lo decidiste tú; no recuerdo que me dieras ocasión de opinar al respecto. Eres siempre tan celoso de tu éxito profesional… Tu trabajo es un muro entre nosotros.

—Estás dramatizando, la verdad. Tú y yo somos gente de negocios, qué demonios, somos socios, y siempre has tenido tu decir en la empresa, en el guión, y eso que no actúas, que no sabes ya lo que es enfrentarse a la muchedumbre hastiada con el mismo espectáculo de siempre, esas personas que sueñan con emociones nuevas que les saquen del mundo de su propia miseria… Soy yo quién no lo entiende, Felisa. No te entiendo.

—Tal y como lo cuentas parece que yo nunca haya estado en primera línea y sabes muy bien que el único motivo por el que no tomo una parte activa hoy por hoy es que lo decidimos conjuntamente. Pero veo que ya te has olvidado y que comienzas a comportarte como si todo lo que hemos logrado se deba sólo a tus esfuerzos. Me hieres profundamente cuando das rienda suelta a tu ego de esta forma.

—No, no, Felisa, no seas tontita. A mí no se me ha olvidado nada; por el amor de Dios, si aún recuerdo que la primera vez que te vi estabas allí plantada, eras el centro del escenario, y cómo te adoraba el público… No, Felisa, no podría olvidar nunca aquella primera impresión que me produjiste… Pero los tiempos han cambiado y tu estilo ya no vende, por eso decidimos que tú te quedarías entre bastidores hasta que volviera el gobierno de derechas, que te es más afín, lo quieras  o no, por la línea de tus monólogos que apelan más a la emoción pura a la que todos parecen resistirse en tiempos de crisis. Sin embargo, mi argumento es mucho más reivindicativo y eso es lo mejor en tiempos como el presente, la gente escucha y se dicen a sí mismos que pueden pensar, que desean pensar por sí mismos.

—También yo puedo cambiar mi número, no eres tú el único con dotes interpretativas.

—No funciona igual de bien. Es que eres mujer y, por muy injusto que sea, argumento y armamento tan pesado en manos de una mujer aún incomoda a la gran mayoría de los hombres.

—Y, ¿no se trata de eso precisamente?, ¿de incomodar, cuestionar, sugerir la necesidad de un cambio, de despertar la conciencia?

—Hum… En primavera y en verano podría resultar, no lo niego, y si quieres lo consideramos el año próximo; podríamos preparar un programa para ti si estás segura de que quieres volver ahí fuera, comienza con unos borradores, a ver que sacamos en limpio, pero en Navidad de ninguna manera.

—¿Quieres decir que por ser Navidad tú puedes despertar su conciencia pero yo no?

—No hay nadie que desee una conciencia despierta en Navidad. Yo diría que en Navidad todos necesitamos acallarla. Yo les ofrezco el silencio, con mis barbas y mi pelo mal peinado, les ofrezco el mejor negocio, barato, barato.

Como Felisa no añade nada más, Ramón se retira al dormitorio y después al baño. No se peina ni se cepilla los dientes. Se coloca los pantalones, muy desgastados, se nota que son los que usa para la faena, algo escurridos en la cadera. Un faldón de la camisa sobresale encima de la cinturilla sin cinturón. Sobre la camisa lleva un jersey salpicado con lo que podrían ser mordiscos de polillas mutantes, dado su enorme tamaño. Es la imagen de un paria, con una gabardina delgadísima, desteñida y arrugada, diseñada en los setenta y que caducó hace ya más de una década, en esa tarde que se confunde con la noche en que las temperaturas alcanzan apenas una línea ínfima en el termómetro.

Felisa le besa en los labios, como siempre, un segundo antes de que él deje el ático en el que viven y cuya hipoteca está casi pagada (menos mal que ellos empezaron en otra época, en un momento en el que podían ganarse bien la vida), como todas las mañanas de verano y todas las tardes de invierno. Porque era cierto eso que él decía de que estaban juntos en ello, que ambos eran personas de negocios. Ella, después de todo, sí que le entendía.

Ramón sale de su casa y escucha cómo Felisa le da una vuelta a la llave desde dentro. No le gusta estar sola, se dice; eso es lo que le pasa, se dice. El ascensor está ahí mismo, parece que ha estado esperándole todo el día, y él se mete en su interior esperando casi ser teletransportado, pero no; tras un segundo, comprende que ha de presionar el botón para llegar a la planta baja y abandonar después el edificio sobre el que su feliz hogar, con sus más y sus menos, reina desde la alturas; para poder cruzar entonces la calle, comenzando ya a renquear, concentrado en el trabajo que tiene por delante; para llegar, después de girar a la derecha dos manzanas más allá, a la boca de metro por la que ha de tragarle la tierra y por la que resurgirá un par de horas más tarde, vencedor absoluto, glorioso, triunfador y algo más rico.

Ya está ahí, casi. El tren se acerca. Llega. Se abren sus puertas y entra él como si el vagón fuera suyo. Se coloca en el centro mismo.

Está nervioso. Todos los días se pone algo nervioso antes de comenzar. Desea que ese nerviosismo, excitación, lo que sea, no desaparezca nunca. Le parece un momento mágico ese instante anterior a su performance. Cierra los ojos. Aún no le mira nadie pero pronto lo harán. Respira hondo y clama:

—Perdonen que les moleste, pero me veo obligado por la necesidad a llamar su atención y solicitar su ayuda, señoras y señores. He sido despedido recientemente; tengo una pequeña a la que alimentar; vivimos en un sótano en circunstancias inhumanas. Yo no pido con ánimo de lucro; no pediría si por mí fuera, pero no dejen que mi hija pase necesidad. No consientan que pase hambre, por caridad, por el amor Dios, y pasen ustedes una muy feliz Navidad.

El año pasado por estas fechas

Aún vivía en UK y no planeaba volver, aunque sí me preparaba para unas navidades de tres semanas.

Es cierto que no pensaba en volver a casa, sin embargo, me notaba ya más cansada de tener que escoger esas tres o cuatro ocasiones anuales en las que vería a los míos, comería bien y me sentiría agasajada cual hija pródiga reticente al retorno.

Apenas tenía contacto con quien era hace diez años, y es hoy por hoy, mi mejor amigo. Casi no se nota el paréntesis.

Llevaba algo más de seis meses «separada» y alguno más enamorada de la forma más cutre —la no correspondida. Acababa de darme cuenta de esto último (me doy cuenta de estas cosas fácilmente gracias a mi sensibilidad superior: en cuanto me presentó a su nueva novia supe la cosa no pintaba bien para mí).

Sabía que nada de lo que me llevó allí estaba ya en su sitio, pero me empeñaba en pensar que volver sería de cobardes y yo siempre he sido de las que aguantan hasta el final, hasta que se hunde el barco.

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Carta de Jaute a SS.MM. los Reyes Magos y/o Su Señoría Secretario General Navideño D. Papá Noel

Queridos Reyes Magos y Papá Noel:

No voy a perder el tiempo insultando vuestra inteligencia. No he sido especialmente buena este año; tampoco he sido mala. Me he limitado a coger mi sayo y hacer de él una capa.

Aun así, arriesgándome a quedarme con tres palmos de narices la mañana del 6 de enero, cuando descubra que, como todos los años en esa misma fecha, no me habéis hecho ni puto caso, me tomo la licencia de enviaros una relación de nimiedades, alguna de las cuales os resultará familiar por haber sido mis necesidades ignoradas en años previos, cuya facilitación por vuestra generosa parte vendría de perlas. La lista no sigue ningún orden concreto de importancia, ni alfabético tampoco (aclaro esto por si, como vengo sospechando últimamente, tenéis problemas de lectura causados por dislexia o analfabetismo puro y duro):

  • Una Noche Buena (ya sé que el plazo para solicitudes de favores relacionados con la Navidad acabó el 14 de noviembre, pero yo estaba trabajando y no pude entregar la mía a tiempo) sin imágenes en la tele de niños «barriguitas» muriéndose de hambre mientras me atraganto con el pavo o cordero que mi madre insiste en cocinar pese a mi preferencia declarada por los huevos fritos y mi odio públicamente reconocido por cualquiera de los dos bichos mencionados; y, aprovechando la ocasión: que se acabe el hambre o que los hambrientos se mueran por inanición en cualquier otro momento del año, ya que tiene que ser tan duro para ellos el quedarse en los huesos de golpe y porrazo como para nosotros «los felices» engordar cinco kilos de golpe para conmemorar que ha nacido Dios.
  • Que se acabe el paro. He ofrecido soluciones en cartas anteriores que, obviamente, os habéis pasado por el forro, como aquélla de que todos los jefes canallas y contables de multinacional con sobresueldo sean despedidos para crear vacantes. Como esto no solucionaría el problema del paro sino que constituiría, más bien, un programa de intercambio que podríamos llamar «J.C.» —muy cristiano y acorde con esta época del año— (Justicia Ciega), ruego reconsideréis el segundo punto de mi plan, donde solicito que a los previamente mencionados jefes canallas y secuaces, se les envíe a África, donde podrán perecer por inanición e incluso salir en la tele en fechas señaladas siempre y cuando no sean devorados por los niños «barriguitas» que, ya que sale el tema a relucir tan casual y convenientemente,  deberían ser aleccionados sobre el alto valor nutritivo de la carne blanca.
  • No voy  pedir la paz mundial porque desequilibraría en gran medida los buenos resultados obtenidos por mis peticiones anteriores y, reconozcámoslo, la guerra crea riqueza, de lo contrario nadie la practicaría. Pero a ver si este año conseguimos que las víctimas sean las mismas que los beneficiados para que podamos pasar a mi plan de «sorteo masivo de riquezas acumuladas por jefes canallas y víctimas previamente beneficiadas por la guerra» en todo el territorio Africano una vez los niños «barriguitas» se hayan comido a los blancos; esta última condición es imprescindible si se quiere evitar el clásico círculo vicioso.

Sólo resta ya rogaros que atendáis mis peticiones para mi propia persona (lo anterior ha sido sólo muestra de mi generosidad y sentimiento profundo de solidaridad con mis congéneres) y me traigáis lo poquito que necesito: sexo (del bueno; el malo lo encuentro por mis propios medios), el aumento de sueldo que me prometió uno de esos «jefes canallas apunto de ir al paro, viajar a África y ser devorado» en marzo y valor para intentar sacarme el carnet de conducir a la vez que la destreza necesaria para, no ya no morir en el intento, sino lograrlo sin matar a nadie.

Con total falta de fe en vuestra organización, diligencia y buen juicio,

se despide con un fuerte abrazo,

Jaute

P.D.: Me obligaréis a repetirme el año que viene, ¿verdad? Pues ya veréis cuando paséis por África; ni Baltasar se salva (le tomarán por un nutritivo blanco integral).

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