Cuando Ramón observa su muñeca y descubre que son casi las siete de la tarde, se quita el reloj; es hora de prepararse para ir a trabajar. Su mujer, Felisa, refunfuña un poco; había estado sentada en el sofá con él hasta ese momento, su cabeza cómodamente instalada en esa almohada que se formó entre sus clavículas y pecho desde que sobrepasó los cuarenta.
—No entiendo por qué sigues este horario. Los chicos están a punto de llegar a casa. Podríamos cenar todos juntos… No lo entiendo.
—Felisa, no seas así. Las facturas no se pagan solas y este es el mejor momento del día.
—¿Te vas a afeitar?
—No.
—No me parece que la barba te siente bien.
Ramón se rasca la barba en un gesto que denota pereza y abandono. Piensa un poco, casi parece distraído, antes de contestar:
—Ya… También lo hemos hablado, Felisa. No sé, me sigue pareciendo que es la opción ideal para la estación. Si no recuerdo mal, resolvimos que entre marzo y septiembre el público parece inclinarse por los afeitados apurados y el pelo húmedo y muy bien peinado además del pase temprano de las ocho o nueve de la mañana, y que durante el resto del año buscan otro estilo más dramático y contundente y que se muestran más perceptivos durante las funciones de la tarde.
—Bueno, eso más bien lo decidiste tú; no recuerdo que me dieras ocasión de opinar al respecto. Eres siempre tan celoso de tu éxito profesional… Tu trabajo es un muro entre nosotros.
—Estás dramatizando, la verdad. Tú y yo somos gente de negocios, qué demonios, somos socios, y siempre has tenido tu decir en la empresa, en el guión, y eso que no actúas, que no sabes ya lo que es enfrentarse a la muchedumbre hastiada con el mismo espectáculo de siempre, esas personas que sueñan con emociones nuevas que les saquen del mundo de su propia miseria… Soy yo quién no lo entiende, Felisa. No te entiendo.
—Tal y como lo cuentas parece que yo nunca haya estado en primera línea y sabes muy bien que el único motivo por el que no tomo una parte activa hoy por hoy es que lo decidimos conjuntamente. Pero veo que ya te has olvidado y que comienzas a comportarte como si todo lo que hemos logrado se deba sólo a tus esfuerzos. Me hieres profundamente cuando das rienda suelta a tu ego de esta forma.
—No, no, Felisa, no seas tontita. A mí no se me ha olvidado nada; por el amor de Dios, si aún recuerdo que la primera vez que te vi estabas allí plantada, eras el centro del escenario, y cómo te adoraba el público… No, Felisa, no podría olvidar nunca aquella primera impresión que me produjiste… Pero los tiempos han cambiado y tu estilo ya no vende, por eso decidimos que tú te quedarías entre bastidores hasta que volviera el gobierno de derechas, que te es más afín, lo quieras o no, por la línea de tus monólogos que apelan más a la emoción pura a la que todos parecen resistirse en tiempos de crisis. Sin embargo, mi argumento es mucho más reivindicativo y eso es lo mejor en tiempos como el presente, la gente escucha y se dicen a sí mismos que pueden pensar, que desean pensar por sí mismos.
—También yo puedo cambiar mi número, no eres tú el único con dotes interpretativas.
—No funciona igual de bien. Es que eres mujer y, por muy injusto que sea, argumento y armamento tan pesado en manos de una mujer aún incomoda a la gran mayoría de los hombres.
—Y, ¿no se trata de eso precisamente?, ¿de incomodar, cuestionar, sugerir la necesidad de un cambio, de despertar la conciencia?
—Hum… En primavera y en verano podría resultar, no lo niego, y si quieres lo consideramos el año próximo; podríamos preparar un programa para ti si estás segura de que quieres volver ahí fuera, comienza con unos borradores, a ver que sacamos en limpio, pero en Navidad de ninguna manera.
—¿Quieres decir que por ser Navidad tú puedes despertar su conciencia pero yo no?
—No hay nadie que desee una conciencia despierta en Navidad. Yo diría que en Navidad todos necesitamos acallarla. Yo les ofrezco el silencio, con mis barbas y mi pelo mal peinado, les ofrezco el mejor negocio, barato, barato.
Como Felisa no añade nada más, Ramón se retira al dormitorio y después al baño. No se peina ni se cepilla los dientes. Se coloca los pantalones, muy desgastados, se nota que son los que usa para la faena, algo escurridos en la cadera. Un faldón de la camisa sobresale encima de la cinturilla sin cinturón. Sobre la camisa lleva un jersey salpicado con lo que podrían ser mordiscos de polillas mutantes, dado su enorme tamaño. Es la imagen de un paria, con una gabardina delgadísima, desteñida y arrugada, diseñada en los setenta y que caducó hace ya más de una década, en esa tarde que se confunde con la noche en que las temperaturas alcanzan apenas una línea ínfima en el termómetro.
Felisa le besa en los labios, como siempre, un segundo antes de que él deje el ático en el que viven y cuya hipoteca está casi pagada (menos mal que ellos empezaron en otra época, en un momento en el que podían ganarse bien la vida), como todas las mañanas de verano y todas las tardes de invierno. Porque era cierto eso que él decía de que estaban juntos en ello, que ambos eran personas de negocios. Ella, después de todo, sí que le entendía.
Ramón sale de su casa y escucha cómo Felisa le da una vuelta a la llave desde dentro. No le gusta estar sola, se dice; eso es lo que le pasa, se dice. El ascensor está ahí mismo, parece que ha estado esperándole todo el día, y él se mete en su interior esperando casi ser teletransportado, pero no; tras un segundo, comprende que ha de presionar el botón para llegar a la planta baja y abandonar después el edificio sobre el que su feliz hogar, con sus más y sus menos, reina desde la alturas; para poder cruzar entonces la calle, comenzando ya a renquear, concentrado en el trabajo que tiene por delante; para llegar, después de girar a la derecha dos manzanas más allá, a la boca de metro por la que ha de tragarle la tierra y por la que resurgirá un par de horas más tarde, vencedor absoluto, glorioso, triunfador y algo más rico.
Ya está ahí, casi. El tren se acerca. Llega. Se abren sus puertas y entra él como si el vagón fuera suyo. Se coloca en el centro mismo.
Está nervioso. Todos los días se pone algo nervioso antes de comenzar. Desea que ese nerviosismo, excitación, lo que sea, no desaparezca nunca. Le parece un momento mágico ese instante anterior a su performance. Cierra los ojos. Aún no le mira nadie pero pronto lo harán. Respira hondo y clama:
—Perdonen que les moleste, pero me veo obligado por la necesidad a llamar su atención y solicitar su ayuda, señoras y señores. He sido despedido recientemente; tengo una pequeña a la que alimentar; vivimos en un sótano en circunstancias inhumanas. Yo no pido con ánimo de lucro; no pediría si por mí fuera, pero no dejen que mi hija pase necesidad. No consientan que pase hambre, por caridad, por el amor Dios, y pasen ustedes una muy feliz Navidad.